Entre las conquistas sociales heredadas del siglo pasado se encuentra en situación destacada la solidaridad; exclusivamente limitada, en muchas mentes, a la distribución de la riqueza. Otras acepciones solidarias como la convivencia vecinal o la amistad han sido difuminadas, disipadas y hasta favorecidas en su desaparición.
En esa solidaridad monetaria participan destacadamente dos actores: quien la otorga y quien la recibe; entre ellos se ha interpuesto un tercer elemento distorsionador que altera ambos protagonistas; liba en ese flujo solidario que mana desde donde está acumulada o se produce la riqueza, las fuerzas productivas que diría Marx, hacia donde están los desheredados de la fortuna. Es el coordinador, administrador, adjudicador de esa solidariedad. Es, también, solidario en la medida que aporta diezmos al fondo solidario, pero su aportación procede, al mismo tiempo, de la corriente solidaria que administra, por lo tanto siendo solidario vive de la solidaridad. No vive de lo que produce sino de los recursos que otros otorgan con la finalidad de aliviar la situación social del desamparado. Ahí nace su interés en que aumenten las prerrogativas de los acogidos bajo ese paraguas, son su poder y su fortuna frente a las reticencias de quienes le suministran el capital (la fuente de producción). Y ocurre en ese trasiego como suele decir la sentencia popular… quien reparte, y bien reparte, se queda con la mejor parte. Pedir solidaridad desde los cientos de despachos gubernamentales, lujosamente acondicionados, desde los cientos de puestos burocráticos sin otra misión que controlar la producción y destino de esos recursos, o desde cualquier otro lujo oficial es criticable; imponerla con la batuta de la ley debería suscitar sonrojo y traslado de sus actores al redil de los despreciados.
En la parcela sanitaria de esa solidaridad impuesta quien despilfarra, o recibe, esos recursos sin necesidad alguna, “porque paga el Estado” a veces con la única finalidad de recuperar “lo que ha pagado” o lo que pueda aprovechar de la aportación de los demás, también debería merecer pública deshonra. Y llegados a la situación donde la deshonra ha perdido su valor social, al menos encontrar el consuelo popular observando que el pecado lleva unida alguna penitencia.
La conciencia de solidaridad decrece al ritmo que aumentan las evidencias de esas lacras nutridas en la perdida de los valores humanos bajo el auge del materialismo.
La solidaridad es un impulso personal e intransferible, debe tener visos de voluntariedad; cuando faltan se convierte en obligación, en imposición, en impuesto, que es lo que hacen los gobiernos utilizando su nombre.
En los comienzos de la convivencia social la solidaridad era más voluntaria que gubernamental; acrecentaba, o disminuía, los valores humanos pero llegaba a menos de los menesterosos de ella.
A medio camino, entre ambos procederes, se encuentra la exigencia con una meta o finalidad que revive el sentimiento humano de la ayuda, de la convivencia o incluso el simple interés en sentirse solidario. Poder manejar el Boletín Oficial del Estado hace superfluo tener en cuenta esta posibilidad a la hora de crear y obtener como impuestos los recursos tenidos por solidarios.
La progresiva preocupación de los gobiernos por la solidaridad ha ido paralela a la comprobación de sus bondades como pretexto recaudatorio. Comenzó cuidando su fuente de producción más abundante: las clases trabajadoras (el capital) a finales del siglo XIX mientras los indigentes siguieron dependiendo de la caridad ambiental hasta que, años después, se consolidaron las posibilidades de incluirlos en el reparto. Ha ido extendiendo el campo de una acción nacida solidaria al tiempo que dejando de serlo, en cuento se convierte en impuesta y en la que el número de administradores y controladores crece hasta igualar o superar el número de los naturales destinatarios. En los próximos años crecerá espectacularmente el número de pensionistas, todos receptores de solidaridad en nuestro país debido a la mecánica administrativa de los recursos destinados a la Seguridad Social, y superará a los trabajadores generadores de ese capital en cuyo fluir hallan su acomodo el también creciente número de sus administradores. ¿Adónde vamos? ¿Qué se está haciendo con el valor humano de la solidaridad?
Miguel López-Franco Pérez (Diciembre 2008)
Opiniones de un espectador