Desde hace 4 siglos España pierde todas las ocasiones que la evolución de los tiempos le brinda para acompasar su desarrollo social con el lento devenir de los tiempos.
El cambio de ciclo económico que ha ocupado todo el siglo XX, ocasionando la transformación de una sociedad agrícola en una sociedad industrial, se hizo aquí a remolque de los acontecimientos, lenta, reticente y mal. Consecuentemente. las clases medias y bajas agrícolas, que eran el mayor núcleo social, se vieron acorraladas por la falta de recursos económicos y expectativas de cambio laboral obligando, a muchas de ellas, a recurrir a la emigración. El gobierno, (cambiaban los ministros pero el gobierno era el mismo) palió su falta de planificación, y de ideas, durante los primeros decenios, echando mano del recurso más fácil y apto para cualquier menguado: tapar con el dinero de todos los rotos que se producían. Bien en forma de repartos en subvenciones o bien recurriendo al cierre de las fronteras a productos agrícolas foráneos aquí producidos con mayor precio. Así se mermaron las posibilidades económicas individuales en beneficio de los damnificados por una mala previsión del gobierno.
La cosechas recogidas por cuadrillas de hombres trabajando de sol a sol con la hoz y el botijo, en los minifundios ¡la tierra es para el que la trabaja!(salvo excepciones) no podían seguir compitiendo con las cosechadoras laborando en grandes superficies que abarataban los costes de producción y multiplicaban las ganancias al tiempo que reducían la mano de obra necesaria en la producción. Pese a su bajo jornal, los jornaleros suponían mayor gasto que los costes de la industrialización. Los beneficios se transformaba en pérdidas a la hora de competir con las cosechas recogidas mecánicamente y fueron desapareciendo lentamente. Época de transición que derivó al paro o a la emigración a muchos agricultores y peones por una falta de previsión, reorganización y adaptación rápida de la fuerza productiva española al futuro donde se quería llegar sin ir. No se contemplaba la posibilidad que las menores necesidades de mano de obra para obtener las mismas, o mayores, cosechas a inferior precio obligarían a dejar sin trabajo a muchos agricultores que iban a precisar un enorme esfuerzo de reconversión laboral. ¿Qué se hizo? Dejarse llevar por las circunstancias y remiendos apresurados con el dinero de todos. Ayudas, subvenciones, compras de cereal por el Estado a precios superiores al que otros países lo ponían en los puertos españoles; cualquier cosa que pudiera frenar la avalancha de gentes sin trabajo esperando que la industrialización les abriera una puerta. Esa gente que sobraba en la agricultura tenía entonces, al menos en la expectativa, la posibilidad de encontrar nuevo trabajo mejor remunerado en las fabricas que iban implantándose. Así ha sido; pero los años de incertidumbre, emigración y hambre pudieron haber sido más cortos.
Desde finales del s. XX se oye la música de la nueva tendencia evolutiva laboral y social. El ruido de la denominada por Alvin Tofler a finales del siglo pasado tercera ola que, como la anterior, va a disminuir, está disminuyendo, y transformando las personas necesarias y sus aptitudes laborales, ahora sin expectativa de otro trabajo a cambio de su huérfana, noble, mano de obra.
Pese a la experiencia anterior en el cambio de circunstancias, los recursos intelectuales gubernamentales no han mejorado. Salvo en el funcionariado (y por otros motivos), la Era de la informática, de la digitalización, de la automatización, esta disminuyendo las necesidades de personal elevando su titulación sin otra alternativa que entrar en ella y competir, o cerrar el establecimiento productivo. Y esto vuelve a disminuir las necesidades de mano de obra indiscriminada y aumenta las necesidades y calificación de los que quedan; actuando el ritmo de ese cambio en beneficio o detrimento del futuro social. Mantenerse en los parámetros superados es retornar al aislacionismo, a la autosuficiencia en la miseria. Al igual que ocurrió durante medio siglo del pasado, es posible que con dubitativos cambios que fomentan el descontento y las cargas sociales estemos hipotecando el próximo futuro creando bolsas de personas que lastran el bienestar social.
La masa obrera dejó de ser masa hace muchos años pese a los intentos sindicales de mantenerla, y manejarla como tal. Su cambio a individuos informados e informatizados es muy lento pero progresa. Las necesidades de esa masa dócil, poco pensante, acomodada a bajos salarios que abarata los costes productivos van disminuyendo; y los intentos de mantenerla recurriendo a su importación hipotecan el progreso futuro, aunque ahora supongan un momentáneo respiro. Mantener a España entre los países avanzados, con ciudadanos dotados de suficientes y hasta elevados recursos económicos, le exige acomodarse a la evolución de la producción económica en la vanguardia internacional.
Durante algunos siglos la población numérica jugó un papel primordial en la valoración de las naciones: las guerras se hacían por el número de fuerzas, hombres disponibles y dispuestos a morir en los campos de batalla; los estados cuantificaban los súbditos como recursos propios para todo; la producción agrícola e industrial se soportaban sobre la mano de obra disponible, sin valorar excesivamente su formación. Esto empieza a no valer y debería estar superado totalmente para encarar el futuro decididamente.
El azar, que siempre ha marcado nuestros destinos, quiso que un apoyo mediático abrumador a la procreación durante veinte o treinta años del siglo pasado (felicitaciones del general Jefe del Estado, pleitesías religiosas: Iglesia, Opus Dei etc) favoreciera la rápida y tardía industrialización que solamente necesitaba mano de obra barata. Sorprendentemente, las planificaciones sociales, laborales y sindicales trabajaban en sentido contrario a ese apoyo oficial influyendo, enormemente, en la posterior reducción del número de miembros de cada familia, llevándonos a ser la nación con expectativas de mayor envejecimiento de todo el mundo hacia la segunda década del siglo XXI. Los nacidos en los años del baby boom empiezan a ser ahora los jubilados que desequilibran la balanza. Han sido los artífices de la industrialización, y los fallos en los planteamientos de sus previsiones sociales serán los destructores de ellas.
Aquellos que combatían a las instituciones que loaban la procreación ahora abogan por revitalizarla para evitar la caída en picado de su arrebatada bandera: la Seguridad Social. Planificada sobre un supuesto de crecimiento poblacional que ahora entra en crisis. Las recetas del pasado no van a ser útiles en la enfermedad actual.
Creer que importando mano de obra sin calificación alguna pueden solucionarse los futuras problemas de seguridad social es una falacia. Más pronto que tarde la falta de competitividad de nuestros productos llevaran al paro esa mano de obra contribuyendo a la quiebra del sistema. Es humanamente preferible (y de mayor apoyo a los países subdesarrollados) la traslocación de las producciones industriales sin alternativa a su necesaria mano de obra que pagar aquí salarios de allí por mantener los organigramas productivos del siglo pasado.
Ahora el pensamiento debería dirigirse a como aprovechar, rentabilizar, nuestra situación de descenso en la población activa para acomodarla en las futuras menores necesidades de personal laboral por unidad de producción, sin los quebrantos que supuso en la agricultura el cambio a su industrialización. Los parámetros han cambiado: no es transformar un jornalero agrícola en un peón de la construcción o de una cadena de producción; sino en saber por cuantos peones puede trabajar un robot, un programa de ordenador, para poder mantener las prerrogativas económicos de una sociedad más reducida y muy evolucionada.
Durante siglos, hasta finales del XIX La sociedad estuvo establecida alrededor de la familia: los jóvenes cuidaban y soportaban las cargas económicas de sus antecesores, en la medida de sus posibilidades, por gratitud a los cuidados que habían recibido o por un no escrito imperativo social que discurría unido a la formación humana que de ellos habían recibido. Al mismo tiempo, en el cuidado y soporte de las cargas económicas de los hijos, iba incluida la subconsciente (o consciente) expectativa de que algún día serían el apoyo de sus posibles necesidades sociales seniles.
La llegada del socialismo fue cambiando el concepto y la función social de la familia sin cambiar la fuente de su soporte económico que siguió, y sigue recayendo, en los “productores” de la familia; en el núcleo social de la masa productora. El socialismo durante el siglo XX se apropió de la potestad sobre el valor económico que en los años de producción laboral dedicaba cada familia al cuidado familiar de los abuelos, de la enfermedad y de los hijos estableciéndolo como carga económica universal, proporcional a los salarios; dándole el carácter de impuesto obligatorio, con la finalidad de redistribuir los costes, alcanzar a todos, e incrementar las colocaciones burocráticas. Consecuentemente las funciones sociales, antaño familiares, se han ido deslizando al Estado sin ser sustituidas por otras en su aportación sustancial a la cohesión y persistencia de la familia.
Han colaborado en esa diáspora familiar: los horarios de trabajo establecidos por sindicatos y patronales, la necesidad de trabajo de ambos cónyuges para poder soportar gastos e impuestos, rebozada de un derecho al trabajo, y la agrupación residencial en núcleos distantes del trabajo y de los centros escolares. En el fondo estaba la única meta de todos los gobiernos: incrementar los ingresos estatales y dirigir su distribución. Durante todo un siglo se ha contemplado esa gallina de los huevos de oro que era tener mayor número de personas en edad laboral que en la jubilación.
Ahora, terminado el siglo, la gallina se esta muriendo. Por culpa de esos planteamientos sociales que he mencionado, y otros que guardo para otro capítulo, tenidos por progreso durante todo el siglo pasado sin vigilar sus efectos colaterales, nos encontramos con una acelerada tendencia al envejecimiento de la población. Con raro orgullo se menciona haber llegado en España a catorce millones de “cotizantes” a la Seguridad Social; estando en la cresta de las posibilidades laborales de la población; de los cuales, tres millones son funcionarios y más de medio millón tienen funciones paralelas en organismo creados por el Estado o las entidades regionales o locales. En la más ideal de sus aportaciones estos funcionarios y pseudofuncionarios, mejorarían el funcionamiento laboral y social pero, en cualquier consideración, no aportan valor añadido al PIB. ¿Y qué aportan los veintisiete millones de personas restantes que dicen habitan España con derecho a las prestaciones de la Seguridad Social? ¿Por cuantas personas va a tener que trabaja, en la siguiente década, cada ciudadano que produce algo con posibilidades de competencia mercantil?
Por añadidura tenemos en España un progresivo incremento del paro laboral (la jubilosa y masiva inmigración mejoró el PIB y ahora comienza a mejorar el paro) cuyo pesar no reside solamente en una situación coyuntural sino en las posibilidades de mantener esa mano de obra sin calificación alguna con unos costes productivos que anulan toda expectativa de competitividad fuera de nuestras fronteras.
La asistencia sanitaria, a la que he dedicado (Y ahora qué…), y dedicaré, algunas entradas en los blogs, es el otro aspecto del sistema de seguridad social existente en España, desde hace setenta años, periclitado, reiteradamente pendiente de un cambio estructural, e incompatible, seguramente, con las futuros desarrollos de relaciones sociales.
La oportunidad histórica no debería limitarse a mencionar la llegada de un nuevo ciclo social, y sobre todo económico, como lo fueron la llegada de la industrialización y de los socialismos; sino en abandonar lo periclitado, vislumbrar su nueva dirección y entrar en la nueva Era sin encadenamientos.
Miguel López-Franco Pérez Noviembre 2008
Opiniones de un espectador