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El Cielo en la Tierra

Publicado: 10 de enero de 2010

      Desde que el ser humano adquirió capacidad pensante, ha tenido conciencia de la posibilidad de existir un más allá al que se llega tras la muerte. Enterramientos con vasijas de alimentos y bebidas al lado del difunto, atestiguan el deseo ancestral de facilitar la subsistencia en el viaje, o en la llagada a otro lugar que, generalmente ahora, se le llama Paraíso. Los egipcios, hace más de tres mil años, llevaron esta creencia, acorde con sus posibilidades terrenales, a altísimas cotas de atesoramiento de riqueza en sus tumbas, de cuya utilidad, para llegar a algún más allá, únicamente conocemos la aportada a los ladrones de tumbas, a los descubridores de ellas posteriormente, y a los gobiernos que ahora las explotan turísticamente. Todos han conseguido llegar un poco más allá, pero cercano; dentro de los límites de su vida en la Tierra.

      Todas las creencias religiosas que por este mundo han pasado y siguen pasando, han coincidido, y han fundamentado en esa primitiva impronta en nuestras mentes: vida después de la vida, el motivo primordial de la reclutación de feligreses, transformando, con el paso de los años, la ancestral costumbre de colocar alimentos y riquezas en la tumba del difunto, en la de aportar esa riqueza, o la prestación personal, a los autoproclamados delegados de ese supuesto más allá en este mundo terrenal. Adquieren, así, el salvoconducto a presentar en la entrada del paraíso.

      La llegada del socialismo, hace un siglo, envuelto en la denominación de “obra social” intentó suplantar a las religiones trasladando el paraíso desde el más allá a las proximidades a su ideología. De esa forma el socialismo, en principio ateo, ha ido adquiriendo similitud religiosa: ha evolucionado igual que ellas. Sus planteamientos teóricos son distintos de sus actuaciones prácticas; mantiene un numeroso grupo de feligreses cerrados a admitir sus incongruencias; sus dirigentes anteponen el beneficio gremial al beneficio común y en la consecución de sus finalidades han muerto millones de personas. Se diferencia de las religiones clásicas en el tiempo, en el lugar y en la designación de culpables por la limitación de beneficiados.

      Desde los sabios griegos hasta nuestros días el pensamiento humano (los filósofos), ha intentado desentrañar diferencias entre alma y espíritu. Disputa no resuelta que no ha podido negar ni demostrar científicamente, por ahora, la existencia de algo que conforma el cuerpo, forma parte de él, pero no es él y su desaparición supone la eliminación de la vida.

      En la conjunción de cuerpo y alma (espíritu) reside la vida humana a la que se añade, en hito democrático, un calificativo de racional: igual para todos. Cuando el sueño arrastra de la mente sus posibilidades de raciocinio acaba la vida. El alma deja de ser racional, pero permanecen en ella los sentimientos que hemos ido grabando, moldeando el espíritu, y serán el único bagaje que quedará impreso, al menos, hasta el día de la muerte; ¿más allá? Amor, odio, simpatía, antipatía, envidia, afecto, avaricia, miedo, enojo, honestidad, ira, perdón, humildad, soberbia, hostilidad, comprensión. En palabras cogidas de Heráclito: “el hombre, en la noche silenciosa, enciende la luz para sí mismo” escogiendo o moldeando sus hábitos y sus reacciones al amparo de su raciocinio. Esa es la riqueza, atrayente o rechazable, posible de copiar, imposible de usurpar, que tiene algunas probabilidades de llegar al más allá si el alma emigra. Lugar donde el alma se aloje en esos compartimentos opuestos que llamamos Cielo e Infierno. Sustentada eternamente con esos sentimientos acarreados.

      Ganar ese más allá, como se viene creyendo desde que el ser humano habita en el mundo, no reside en el valor o la cantidad de los materiales adquiridos durante la vida. Es seguro quedan aquí con insospechados fines. El último refugio en el pensamiento sobre la transcendencia es pensar que volará errante el alma, o el espíritu, llevando los sentimientos impresos en ella durante el día a día de toda su vida, y los disfrutará, tras la muerte, eternamente. Al Cielo, o al Infierno no se llega, parte el alma atada a ellos. Serán lo comportamientos que nos llevaremos. El Juicio Final no debe ser la separación de los buenos de los malos sino el cierre de las compuertas de separación entre ellos.

      La religión cristiana ha decretado la inexistencia del Limbo, donde situó durante siglos a los recién nacidos sin tiempo para elaborar sentimientos que los decantaran hacia el bien o hacia el mal. Puede se un error eclesial más, o un primer indicio de sus dudas en la existencia del más allá

¿Y si no existiera el más allá, el vagar por la eternidad?

      Sería la oportunidad, perdida para siempre, de haber podido disfrutar algún tiempo de los valores, riqueza propia, inviolable equipaje, que desearíamos llevar y encontrar en ese Paraíso exento de materialismo.

     La pesadumbre del raciocinio no reside en la elección del lugar ni del tiempo sino en la distinción de los valores humanos que pueden crear el Paraíso.
                                                 Miguel López-Franco Pérez. Octubre 2009

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