Hacia mediados de los años 70 del siglo pasado, cuando España llevaba algunos años comprobando la eficacia de los Planes de Desarrollo que habían implantado varios miembros del Opus Dei llegados a carteras del gobierno del general Franco, ocupaba yo una plaza de médico-cirujano adjunto (ahora se les titula FEA) en el recién estrenado Hospital Infantil de Zaragoza, donde cada semana tenia, uno o dos días de guardia durante 24horas como trabajo “extraordinario”.
En una de esas guardias, como era habitual, me avisaron los colegas de pediatría de la existencia de un niño de 7 años en el que sospechaban podía tener una apendicitis: y lo habían ingresado. Acompañado por el residente de cirugía en turno de guardia, acudimos a ver al niño. En aquél entonces los padres no podían estar junto al niño en la misma habitación múltiple donde ingresaba su hijo. Repasamos el historial clínico, la analítica y la radiología rutinaria; le hice algunas preguntas clínicas, exploré el abdomen y estuve de acuerdo con la sospecha clínica de los pediatras, tomando la decisión de operar al niño: no sin antes haberle preguntado al paciente si quería que lo operase. Para mí, en esas edades, es una pregunta además de obligada con valor clínico además del social; su respuesta afirmativa es un dato de tanto valor como alguna de las exploraciones complementarias obtenidas. Y éste niño, precisamente, reflejaba en su semblante una viveza que garantizaba la fiabilidad en su respuesta.
-¿quieres que te opere?
-Si
-Tengo que hablar con tus padres.- ¿Dónde estarán?
-Por ahí fuera
-¡Bueno!... Dinos ¿a qué hora has comido?
- A las 2
¿Qué has comida?
-Una tortilla
- ¿Y qué más?
Las respuestas rápidas dejaron paso al silencio, tan prolongado que me indujo a repreguntar
-¿Y qué más?
-Nada
-Porqué nada; ¿no tenías apetito?
Tras un largo silencio y un cambio melancólico en su rostro, al final respondió en voz baja: …es que no había.
Su vivaracho rostro ya no sabía yo si era de inteligencia o de hambre; o una mezcla de ambas cosas. Pero el silencio se trasladó a nosotros; tardamos en articular una respuesta sin relación alguna con su última contestación y nos levantamos para ir a buscar a sus padres.
Lo operamos, se confirmó el diagnóstico, y a las 24 horas el niño había recuperado su alegría y jugueteaba por la habitación. Podía haberle dado de alta a las 48 horas de su ingreso; pero retrasé su salida del hospital pensando que el facilitarle las calorías necesarias a un niño también es una importante acción sanitaria.
Cuando los tiempos de pobreza y hambre parecían haber sido olvidados, la horrenda gestión estatal de la economía y de las prestaciones sanitarias, nos los trae nuevamente. ¿Es posible que alguien pueda quedarse sin asistencia sanitaria por su escasez de recursos económicos? ¿Es posible que algún niño en el siglo XXI, del millón de personas que actualmente no tienen acceso ni a la mínima subvención estatal, se quede sin asistencia sanitaria por no ser ésta con cargo a los presupuestos del Estado para todos los ciudadanos españoles? Es posible que un niño tenga la “suerte” de tener una apendicitis y no pueda comer algo más de un huevo al ser dado de alta; después de operado de apendicitis y de 30 horas de dieta líquida o semi-blanda?.
Desde entonces tengo reafirmado mi convencimiento que debe existir una asistencia sanitaria estatal, pública, por lo menos no onerosa para nadie, universal e igual para todos en un país donde los impuestos son graduales,. Otra cosa es la dirección y gerencia de esas prestaciones asistenciales, que debieron entrar dentro de las libertades individuales que venían unidas a la democracia y se perdieron en el camino.
Si este niño hubiera acudido a la asistencia sanitaria pública a través de una compañía de seguros, surgen las dudas: ¿Tendría incluido todo lo preciso o habría cosas no cubiertas? ¿Qué es lo preciso en cada caso?
En el contexto de las relaciones comerciales actuales sería correcto ese proceder exento de la humanidad que debe ser la sombra del médico, si se aplicara igual a todos los estamentos que configuran las compañías de seguros, pero no sucede así: se gastan elevadas cantidades de dinero en procesos ajenos a la asistencia sanitaria que lejos del gasto humanitario adornan y enriquecen a muchos que solo recuerdan su relación con la medicina el día de cobrar su nómina o su “suplemento” en las oficinas de la compañía. A la gerencia por aseguradoras se le añadiría, en poco tiempo, la manipulación del asegurado, en la que llevan muchos años aprendiendo con los voluntarios reasegurados: los tipos de pólizas, los extras, lo que no entra en la cobertura del seguro, los modos, las múltiples opciones, y la amenaza de expulsión pendiente como espada de Damocles con la inclusión del paciente en el dictatorial, pero actualmente tolerado, listado común de no deseables.
En el ser médico entra el sentido de la humanidad con la misma fuerza que debería entrar el control de los abusos, en pacientes y dispensadores, que es donde reside la causa del actual agotamiento de los recursos en la sanidad pública. Pero no es así; ni en la asistencia sanitaria pública ni en la privada. La Sanidad pública es un bien común pagado por todos los que trabajan; que pagan esos gastos a los que no trabajan: pero la sanidad aglutinada en torno a compañías de seguros pertenece al grupo de empresarios que ha puesto un dinero en esa creación con la única finalidad de obtener unos lícitos beneficios; pero siempre beneficios satisfactorios. Aquí reside la sorpresa de que la sanidad privada sea más barata que la pública donde una honrada gestión, sin hipertrofiar la burocracia, no tiene que aportar ganancias pecuniarias: solamente el beneficio al contribuyente de su eficiencia. Debería ocurrir al revés.
Decenas de millones de euros se pierden cada año en la asistencia sanitaria pública en la compra de instrumental poco o nada útil, inducido por circunstancias comerciales subterráneas; en la utilización desaforada de material, sin valoración de su relación coste-eficacia. En la prescripción hospitalaria de medicamentos no necesarios y el más caro. En puestos de trabajo burocráticos sin otra función asistencial que el compadreo, el mando superpuesto, el deseo de poder, y el ganar o colocar adeptos al partido político.
Decenas de millones de euros se pierden cada año por la sustracción de toallas, pijamas, sábanas, teléfonos, productos alimenticios que llevan los familiares del paciente para comer en sus casas, sin más justificación que el instinto de rapiña; y un largo etcétera que en nada benefician a las arcas de la asistencia sanitaria pública.
Muchos españoles, y alguna ex -ministra, piensan que ese dinero sacado de los bolsillos del resto de los españoles no es de nadie; y otros muchos piensan que a escote no hay nada caro, por lo que no les importa cómo lo gastan: hasta que el nivel de gasto alcance a sus bolsillos. Y ambos han estado pensando que los recursos públicos son un pozo sin fondo del que puede sacarse agua indefinidamente.
Error detectado ahora que han empezado, en los gobiernos: central, autonómicos y sindicatos, a ver que sí hay fondo. Y no quieren permitir, los cientos de políticos abrevados al poder, esa limitación al control de la eficacia del gasto que es gobernar sin mandar. Porque el poder es entendido en España como la capacidad de mandar, de otorgar partidas económicas de acuerdo con el albedrío del ministro o consejero de turno, de dar cargos y puestos de trabajo de nula o dudosa utilidad hipertrofiando los servicios o creando otros nuevos con rebuscada e inútil finalidad; de dirigir la distribución de personal y centros; de nombrar todos los cargos directivos de todos los centros; de confirmar las compras que van a hacerse, de subvencionar investigaciones “punteras” de servicios afines al partido; que son repetición e imitación de trabajos extranjeros. Algo muy distinto a gobernar que es lo que esperábamos de la democracia.
Una vez convencidos de que la asistencia sanitaria es un apéndice del presupuesto estatal que tiene límites; que su destino, algún día, deberían llegar a ser sin ánimo de lucro (como se decía en su fundación hace 70 años y todavía no cumplido), y acordes con que los beneficios sociales de ese fin deben ser iguales para todos: gobernar esa recaudación es repartir el dinero, vigilando y castigando las desviaciones fraudulentas: sabedores de que el monopolio estatal, o de compañías aseguradoras asociadas, es el mayor pozo de posibles corrupciones económicas. Y ahí es donde debe verse la capacidad de gobernar.
Por ello me reafirmo en la necesidad de llevar la democracia a la asistencia sanitaria para que pueda seguir siendo pública, liberando las áreas de los actuales centros asistenciales, independizándolas orgánica y funcionalmente; asignándoles un volumen económico anual en función del número de asegurados que anualmente se hayan acogido a su protección sanitaria: por decisión voluntaria de cada ciudadano o responsable de él, de acuerdo con la normativa que establezca el Estado: el dinero debe ir donde quiera el ciudadano, no obligar al ciudadano a ir donde hayan mandado su dinero. Pero huyendo de la politización encubierta en esa normativa, como se ha hecho (desde el PSOE) con la “libre” elección de centros escolares.
Miguel López-Franco Pérez. Diciembre 2012