Por la G. de Dios, como decían las pesetas, terminada la construcción de España nos toco la lotería del descubrimiento de América (1492). Inmenso premio a la intuición, sin sorteos ni méritos, que no supimos agradecer ni a sus descubridores, ni a los arriesgados conquistadores, ni a todos los que fueron asentando (con claroscuros) las poblaciones a las que transferimos una lengua, una religión y una forma de vida: a cambio de la explotación de las riquezas de esa tierra descubierta y conquistada que sobrepasaba la anchura y denominación de Nueva España.
El español se encontró, súbitamente, añadiendo estas nuevas adquisiciones a las conquistas europeas por guerras y matrimonios: nuevos ricos. Durante unos siglos dueños de un Imperio en el que no se ponía el sol. El mayor Imperio que ha existido en este mundo. Esas colonias proporcionaban un enorme caudal de ingresos. No había que preocuparse del cuidado de las tierras que lo proporcionaban ni de su defensa y conservación, ni de sus gentes (delegando en los jesuitas esta función): solo en cómo repartir la tierra y gastar la riqueza que brotaba. Y así, como suele pasar a los que no invierten grandes esfuerzos en conservar la fortuna, a los 3 siglos esas minas del Rey Salomón se habían dilapidado; se perdieron, se independizaron y pasaron el control productivo a otras manos. Llegando a perderse, como en Filipinas, hasta la lengua española.
Decía el pueblo hacia el año 1700:
Juguete es del Orbe
La nación más brava
De algunos en cuclillas
Somos carcajada…
El marqués de Villena escribía en ese año 1700 “La Justicia abandonada, La policía descuidada, los recursos agotados, los fondos vendidos, la religión disfrazada, la nobleza confundida, el pueblo oprimido, las fuerzas enervadas y el amor y el respeto al soberano perdidos”. Actualicen los cuerpos sociales y verán, que en los 300 años posteriores la situación de este país, que es España, apenas ha cambiado. Los conatos de auge, sin merma de que alguno se les escapara y dieran la apariencia de evidente progreso durante el resto de todo el siglo XVIII, eran frenados o anulados por la aristocracia o por la Iglesia que no estaban dispuestas a emprender grades reformas que cambiaran el statu quo al que habían llegado repartiéndose el oro llegado de ultramar.
Cambiaban los reyes, cambiaban los gobiernos, cambiaban las regencias absolutistas por las regencias constitucionales, cambiaban gobiernos liberales conservadores por liberales progresistas, probamos las repúblicas, las dictaduras... y volvimos a las monarquías. Siempre en continuos recambios que llenan las paredes del Congreso y del Senado de retratos de ilustres personajes mediocres o nulos, que vaciaron los recursos nacionales y llenaron sus faldricreras y las de sus aláteres…¡en justa recompensa a sus desvelos por el bien del pueblo: de la nación!
Y otro siglo más tarde, 1863, Valera repetía: “La corona está sin norte, el gobierno sin brújula, el congreso sin prestigio, los partidos sin banderas, las facciones sin cohesión, las individualidades sin fe, el tesoro ahogado, el crédito en el suelo, los impuestos en las nubes, el país en inquietud, la revolución en actitud amenazadora, la prensa silenciada, y el poder condenado, uno y otro día, por los consejos de guerra que absuelven a los periódicos a ellos sometidos”... Seguimos igual.
Cambian las personas; las aptitudes se perpetúan, los comportamientos se heredan; libres de impuestos sobre esa patrimonial transmisión de la que habla el vulgo, la clase política ejerce y nadie paga. Y se suceden y proliferan personas iguales en los mimos puestos, en las mismas direcciones. Si perduran es porque la mayoría de los españoles miran a sus políticos con un desdén inmenso desde hace siglos. Desprecio que aprovechan para perpetuar sus nombramientos en aras del favor y la influencia, dejando al lado el mérito. Descubriendo, en los últimos decenios, que el mérito es también fuente de ganancias en las empresas creadoras de imagen... Y así seguimos ¡Ande yo caliente y ríase la gente!
Volviendo siempre a los mismos lugares, llegamos al siglo XX y nos encontramos con Pérez de Ayala: “En la política reina el favor con menosprecio del mérito. En la distribución del capital y de la renta reina el favor con menosprecio del trabajo. En la administración de justicia reina el favor con menosprecio de la justicia. Por todas partes, en el mundo oficial, reina el favor”. Y Ortega y Gaset se rinde: “Hay pueblos que se quedan para siempre en ese estado elemental de la evolución que es la aldea”. Pasan los años, el pueblo español no cambia, piensa que son el escritor, el filósofo quienes se han equivocado. Ya solo ven las calles, los edificios, las fábricas, los despachos, los coches, y piensan en una gran evolución, en un gran progreso; no ven más. No miran hacia dentro de cada uno donde persiste ese deseo ancestral y aldeano de estorbar al vecino; de mandar en su vida; de apoderarse de sus propiedades; de trabajar menos que él viviendo mejor que él y a su costa; de hacer grande la caja común: ese gran invento del siglo XX que deslumbró a toda una sociedad, prometiéndole poder disfrutar más del trabajo ajeno, para tener más falsificado poder, mientras la envidia, pecado capital aldeano, continúa siendo el más visible, extendido y profundo pecado de todos los españoles.
Hacemos años pero no progresamos; porque ya somos como escribió en 1937 Luis Cernuda… “La tierra de los muertos. Donde ahora todo nace muerto, vive muerto y muere muerto”. Porque el pueblo muere al encontrarse, callar y congratularse, con gobiernos preocupados exclusivamente en generar impuestos, siempre a los ricos, que se hacen más ricos ahogando y acallando a los pobres. La política necesita al rico, ha descubierto que se puede vivir como rico utilizando al rico como cebo revolucionario: desviando el pago de los impuestos por todo eso que disfruta el gobernante hacia la clase media: él no los paga porque no es suyo; es del pueblo y las leyes que él establece dicen que debe de pagar por ser suyo. Es el nuevo hallazgo que nos perpetúa en el engaño ¿Podremos algún día cumplir el deseo de Borges: “¿ Algún día nos merecernos no tener gobiernos?”
Medir el gobierno es medir la libertad del pueblo. Mayor gobierno genera más leyes, más normas, más impuestos, más restricciones...menos libertad. En 1836 los liberales buscaban la soberanía del hombre en la medida que podía ejercer su voluntad. ¿Dónde se ha quedado esa perla, esa incipiente soberanía del hombre cifrada en su voluntad? ¿Por qué al cambiar el siglo, el borreguil pastoreo cambió la voluntad del hombre por la de la masa: por la voluntad popular? apagando los primeros destellos de libertad: ahogando su voluntad en una voluntad colectiva manipulada, hecha masa. Haciendo volver las coordenadas de gobierno, de cualquier tipo de gobierno, a los esquemas de siempre, a la libertad condicionada, mediatizada o anulada en beneficio de los intereses de unos pocos gubernamentales, porque dicen que son, porque lo han suplantado, “el pueblo”.
Y así pasan...y pasan, los siglos. Al pueblo, en signo de progreso, se le provee de educación, de sanidad, de vacaciones, de horarios de trabajo, y calla sin apercibirse de las diferencias entre el proveer y el financiar. Y agradece el favor del gobernante que manipulando su vida limita su libertad al democrático ¡o lo tomas o lo dejas!
Miguel López-Franco Pérez. Febrero 2013