Desde el s. XVIII la existencia social ha ido perdiendo los parámetros de valores humanos que determinaban la inclusión de las personas en una capa o en otra de la sociedad; y se han ido sustituyendo, paralelamente al progreso del socialismo, por los valores del grupo o asociación; disolviendo el individuo en el grupo.
Los escándalos morales y sociales del individuo, han perdido su impacto y rechazo social. Pasan rápidamente de ser referidos al individuo, a la referencia al grupo o asociación en la que se ha integrado. Llegan incluso a ser bien vistos, y dar cierto aire de distinción y reclamo hacia los medios de comunicación que, a su vez, ejercen de momentáneo panfleto del repudio gregario.
Comportamiento social que se ha ido apoderando de todas las ideologías que surgieron a partir de la Revolución Francesa con la aparente intención de corregir esas conductas que pasando del individuo al grupo, se diluyen, tapan y anulan.
Desde hace dos siglos, el punto de mira de lo rechazable socialmente ha ido desviándose desde el individuo hacia los colectivos en los que se encuadran: o al revés, según las circunstancias que concurren en el corrupto y quién lo califica. El individuo, como singularidad extraordinaria, debería ser quien tiznar al grupo que le acoge y este rechazarlo inmediatamente. El siguiente paso social es crear la imagen de que en ese grupo de referencia si es opuesto al socialismo-comunismo, están cobijados: la aristocracia, el judaísmo, el nazismo, las derechas; la Iglesia, los ricos; admirados o rechazados según la moda de la época. Así, en cada momento, su rechazo se amplifica más hacia el grupo que hacia el portador de las conductas extra-sociales o corrupciones con la condición añadida de que esos comportamientos tengan algún plus si pertenecen a lo que se ha conocido durante el último siglo como:”de derechas”.
Doctrinas de repudio colectivo siempre impuestas como salvadoras y correctoras que acaban conviviendo como corrupciones de todo el colectivo, mejor o peor según el lado en el que se sitúa el que las mira.
Se juzga, penaliza y rechaza la acción de las personas en función del colectivo en el que se insertan y el posible daño infringible a ese grupo; pasando su monto del individuo a todo el grupo social, o viceversa si éste colectivo no comulga con la ideología del cabeza visible o pretendiente al trono. Originariamente, en medida preventiva, el individuo no va a prosperar en ese colectivo si no reúne una serie de comportamientos con visos de corruptos, o corruptibles, que facilite una posible aireación de sus actos completando la escena creada en el momento apropiado.
Este proceder, que es consecuencia de haberse llegado a la total dependencia del individuo público de la dirección del grupo, estamento social o partido político, en el que se inserta completa, escrupulosamente, su función parasitaria diluyendo, y protegiendo, al individuo, y sus corrupciones, dentro del grupo.
De este modo, la corrupción de costumbres pasa de singular a colectiva, de grupo, y diluida en el grupo ya no se menciona pasado el tiempo de utilidad política, ni acarrea ninguna correctiva consecuencia. Es peligroso revolver excesivamente el fango en el que todos están inmersos.
Buda dijo: "No confíes en lo que diga un hombre, ni siquiera en lo que yo te digo, estudia, reflexiona lo que escuches y toma lo bueno, lo que te beneficie a ti y a tu entorno, porque solo tu puedes aceptar la idea de un extraño si la estudias detenidamente”. Y, cada generación, desconocedora de la intencionalidad budista, sin estudiar las extrañas ideas, sin saberlo, busca, impone su beneficio, para ellos y su entorno, sin aceptar, ni tolerar sugerencias extrañas.
Durante los 38 años de espejismo de democracia que llevamos en España, 24 han gobernado los autollamados socialistas. Con pequeñas exclusiones, los mismos personajes movidos de un puesto a otro, otorgando nuevos puestos improductivos y bien remunerados a los nuevos incorporados, Y siempre, en tantos años de gobierno “democrático”, derechas e izquierdas han guardado el corregir las corrupciones, las prevaricaciones, los cohechos y las soluciones a los problemas del individuo... en el baúl de lo que realizarían si no estuvieran en la oposición.
En el siglo XXI, gobierne quien gobierne, los parámetros sociales que miden la actuación política convergen en tres condiciones bien visibles: nivel de vida; restricciones a las libertades individuales, incremento de las desigualdades sociales y económicas. Todas ellas, cualquiera que sea el tipo de régimen político existente, requieren de la honestidad, del honor, del respeto al prójimo como individuo, para su perfecto desarrollo; no de una amorfa masa social en el gobierno. Serán mejores o peores en función de su atención a esos parámetros, no en función de una posición política hecha brotar del grupo social controlado y dirigido; trasnochada y jaleada por mentes con escaso raciocinio estabuladas en corrales de hace un siglo.
Y para que esto sea así hay que comenzar a desmontar los circuitos de corrupción que atenazan esos parámetros sociales, empezando por los tic dictatoriales, escrupulosamente conservados desde la dictadura, que han sido y son criaderos de corrupción: en la administración, en la educación, en la sanidad, en los sindicatos y en el resto de las fuerzas sociales. Continuar siendo el Estado quien crea, manda, programa, decide y nombra en toda la estructura administrativa, en la producción y el funcionamiento de todas las subestructuras públicas y condiciona el funcionamiento del entramado privado, favorece los abusos de poder, la corrupción, el cohecho, la prevaricación y la falta de eficiencia. En el mundo globalizado, esa ausencia de eficacia se traduce en escasa o nula eficiencia; que solo se ha empezado a poner de manifiesto cuando la farsa de la ingeniería financiera se ha acabado.
Miguel López-Franco Pérez.-octubre 2013
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